Recuerdo muy bien la calurosa tarde de julio de 2006 cuando René Jacques Mayer vino a verme al Marché des Potiers de la Place Saint Sulpice en París y su invitación a visitar la Manufactura de Sèvres para discutir la posibilidad de elaborar juntos un proyecto de trabajo ahí, una residencia de artista.
Este pareció el principio de la aventura que hoy culmina con la exposición de lo hecho por mí, por nosotros, Sèvres y yo, a lo largo de estos casi tres años de trabajo.
No obstante, no es del todo preciso hablar de ese momento como el principio de mi aventura con la porcelana. Porque para mí, esta historia empezó por lo menos 25 años antes, cuando vivía en Breda, Holanda al escuchar lo que el ceramista Johan van Loon me contaba sobre su experiencia como artista invitado en la fábrica de Rosenthal, y ver las muestras y fotografías de lo que estaba desarrollando ahí, nació la esperanza de que algún día se me presentara una oportunidad semejante.
La esperanza y quizás en cierta forma la intuición de que así sería. Y esto por la percepción de que lo que yo estaba buscando en la cerámica, tan incipiente en aquel tiempo, tendría algún día posibilidades interesantes de ser traducido a la porcelana.
Mirar hacia atrás con la perspectiva que proporciona todo el camino recorrido, y los miles de piezas hechas desde entonces, me hace pensar en los muy pocos elementos que yo podía tener en 1982 para “saber” lo que fue sin embargo muy claro: habría que trabajar algún día con ese material fascinante.
Cuando se presentó la invitación para colaborar en Sèvres, comprendí que finalmente ese sueño se hacía realidad. Como tantas otras oportunidades importantes, el momento justo tenía que llegar; así funciona ese infinito laberinto de los efectos y las causas al que se refiere Borges. Para mí, que lo había deseado por tantos años, la propuesta parecía más bien el cumplimiento de una cita.
Mi primera visita a la manufactura, en septiembre de ese año, fue el primer contacto con el que se volvería por varios años el lugar de un encuentro frecuente con colegas, colaboradores y, ahora, muchos amigos. Todo ese conjunto armonioso de edificios silenciosos que me había parecido siempre inaccesible atrás del museo que tantas veces había visitado, fue poco a poco volviéndose un espacio familiar y acogedor, un remanso magnífico a sólo unos metros del ajetreo de la gran ciudad. Y un lugar de trabajo ideal.
Sé que mi integración a la vida de la manufactura se dio de una manera un tanto peculiar. Y pienso que además de la amabilidad de todos los trabajadores (que tantos de los visitantes comentan siempre), mi rápida adaptación se debió también en parte a una decisión afortunada: no trabajar, como se me ofreció, en uno de los estudios para artistas en residencia, sino directamente en los talleres, lo cual fue muy atractivo no sólo desde el punto de vista del intercambio y la discusión directa con los colegas. Fue también la forma más parecida de trabajar como en mi propio taller, como trabajan los alfareros; no en el aislamiento sino en la pertenencia a un equipo, a un grupo. Considerando la frecuencia con la que me fue necesario consultar a muchos de los trabajadores y discutir con ellos sobre tantos secretos de la porcelana, confirmo claramente lo útil de esa decisión inicial. Y lo grato y enriquecedor que esto ha sido siempre.
De paso, quisiera comentar que además de lo agradable que siempre fue trabajar con la gente de los varios talleres por los que mis piezas fueron pasando en las diferentes etapas de su realización, hubo para mí el placer especial de esos fines de semana en los que obtuve autorización para acceder al taller en el silencio total de los sábados y los domingos. La experiencia de estar completamente solo en la manufactura es inolvidable. Pues aunque su espacio actual no sea el mismo que el del siglo XVIII, la larga y rica historia de su existencia está en el aire y en los muros, enlazada con la historia de Francia. Y además es visible: las piezas que se pueden apreciar cuando allí se circula, dan testimonio de la enorme energía invertida durante siglos por muchas generaciones de trabajadores que heredan el saber acumulado desde hace más de doscientos cincuenta años de manera continua.
Algo que yo sabía bien, por haber intentado trabajar la porcelana en otros sitios (Shigaraki en Japón, Kecskemet en Hungría), es la terrible dificultad para obtener resultados satisfactorios con ella. La frustración que esas breves experiencias me provocó, determinó claramente la necesidad de casi olvidarme de hacerlo y continuar mejor con el gres, mi material favorito, tan fácil de manejar en comparación. Y esperar… quizás, algún día, una oportunidad como la que ahora Sèvres me ofrecía.
Otra decisión importante al empezar a buscar mi camino en la manufactura fue la de concentrarme en el tipo de trabajo que desde hace unos 18 años ha sido mi técnica preferida, esa posibilidad descubierta por accidente, como tantas cosas importantes, y que fue sin ninguna duda clave no sólo en el desarrollo de mi lenguaje en la cerámica, sino también en la apertura de muchas puertas (probablemente también las de Sèvres…): dibujar sobre la arcilla con navajas finas, generando así una red de incisiones que al ser llenadas con esmalte son, tras la quema, diseños delicados, de gran nitidez, que hacen pensar en el carácter del dibujo con pluma y tinta china sobre papel.
Es necesario mencionar que este tipo de trabajo, desarrollado durante alrededor de diez años, lo había yo dejado de hacer. Mi interés por algo nuevo me había llevado desde 2001 en otra dirección muy diferente: la forma se había vuelto, de nuevo, primordial. Pasé varios años investigando con toda suerte de pliegues, compresiones, cortes y maneras de ensamblar. Y también, recuperando el uso de esmaltes, que durante tanto tiempo había quedado por completo de lado: mi trabajo de los años 90 había sido, casi siempre, con diseños lineales sobre el color de mi gres, y sin esmalte. Las formas de esa década fueron, conscientemente, las más sencillas y elementales; lo que me importaba, en realidad, era la superficie, un espacio para dibujar. En muchas ocasiones pensé en mis piezas como en papeles con forma de vasija.
Creo que por eso fue que al tener la oportunidad de trabajar con porcelana, pensé en lo interesante que resultaría ver mis dibujos sobre ese “papel” de blancura magnífica que Sèvres me ofrecía, y retomé el camino aparentemente abandonado en el año 2000. Ahora tenía sentido de nuevo.
Fue así que empecé a hacer mis dibujos sobre los platos que me fueron entregando en el grand atelier y los cilindros que me traían del taller de vaciado: sin boceto ni idea previa, directamente sobre cada pieza fresca. Tras vencer ese famoso miedo a la página en blanco, nunca antes tan blanca, que conozco bien. Ese es mi sistema de trabajar, dejar que el trabajo determine la dirección a seguir; terminar una pieza y pasar a la siguiente.
Creí que hacer en porcelana lo que por años había ya desarrollado en gres sería algo sencillo. Nada más lejos de la realidad con la que me enfrenté. Porque a pesar de que en la manufactura hay un conocimiento profundo de la porcelana, y de tantas técnicas que permiten conseguir los deslumbrantes resultados que todos conocemos, lo que yo quería hacer nunca se había intentado ahí. Recuerdo bien el “bon courage” que le desearon a Agnès Déru, responsable de ayudarme a realizar esa parte de mi trabajo: la aplicación del color en las incisiones. Y también la ingenua seguridad que tuve de que esa inquietud era innecesaria, que la solución no iba a demandar ningún esfuerzo especial. No había pensado que preservar la maravillosa blancura de la porcelana como fondo para mis dibujos iba a ser el gran problema a resolver.
Las primeras pruebas fueron hechas sobre piezas quemadas a 1000 grados, lo que los alfareros llamamos bizcocho y que en Sèvres se llama cuisson de dégourdi. La aplicación del color en las incisiones y su quema posterior a alta temperatura fueron, si no catastróficas, al menos algo muy distinto de lo que yo esperaba… y desgraciadamente no mejor: la porcelana salió del horno teñida por la mínima cantidad de pigmento que se había impregnado en ella al aplicarlo. Hicieron falta innumerables pruebas hasta llegar a la solución definitiva: sólo quemando la pieza directamente a alta temperatura sin esmalte (el biscuit de Sèvres) y luego pintándola muy cuidadosamente fue posible conseguir que el resultado fuera el que buscábamos.
Sí, yo ya sabía que la porcelana es difícil. Pero en Sèvres he llegado a confirmarlo del todo. Pienso ahora que en realidad nada es fácil con ella, material extremo, de gran belleza, pero complejo y delicadísimo. Se entiende bien que haya sido apreciado y atesorado por tantos reyes y sus amantes, tan caprichosos como la misma porcelana…
Debo reconocer que en el esfuerzo para encontrar solución a todas las exigencias técnicas que mi proyecto planteó al personal de cada taller (porque también en el calibraje y el vaciado se presentaron varios problemas interesantes) , la voluntad y la imaginación de los técnicos responsables fueron invariables: todo fue resuelto a mi total satisfacción.
Sé que otra decisión inicial muy importante fue en relación con las formas a utilizar. Me pareció lo más directo empezar, sin más, a desarrollar mi trabajo sobre la superficie de algunas de las formas ya existentes, formas de la manufactura. Esto, sin duda, fue determinado por mi prisa por comenzar. No tener que esperar a que un modelo fuera realizado, moldeado, probado, me permitió comenzar mi intervención de inmediato. Entiendo esto como algo característico de mi manera de trabajar, quizás de mi manera de vivir: con la necesidad, la urgencia de hacer las cosas con rapidez. Sabiendo que, en realidad, cualquier punto de partida es válido, y que la definición se va dando sobre la marcha. Que la creatividad se revela en función de una sola variable: el trabajo.
Al mirar hacia atrás, no puedo dejar de pensar en las muchas otras posibilidades que fueron dejadas de lado por mi definición inicial de no tomar el tiempo para proponer y desarrollar una, o una serie de formas creadas por mi. Sé que no hay nada que lamentar al respecto, que trabajar sobre las formas que escogí me ha permitido obtener los resultados que están a la vista. Sé también que, como siempre, hay muchísimas otras posibilidades imaginables.
Y que algunas novedades de mi trabajo más reciente, las piezas hechas en mi taller de Zoncuantla en México, muestran que la experiencia de Sèvres es ya causa de cambios interesantes, evidentes. De la misma manera que lo hecho allá se nutrió de todo lo desarrollado antes aquí, mi producción última en gres contiene elementos que le debo a lo descubierto allá. Como por ejemplo, la adición de zonas de colores diferentes integradas al dibujo lineal, que proviene de lo aprendido al trabajar con el apoyo del taller de offset de la manufactura.
Miro con frecuencia y atención las piezas de la colección de Sèvres. Saber que algunas de las mías están en camino hacia ese acervo es un motivo de gran satisfacción. Con la esperanza de que tenga sentido su inclusión entre esos miles de piezas magníficas, ese gran tesoro de la historia de la cerámica francesa. Veo con sorpresa y con placer que a pesar de que técnicamente hay diferencias muy importantes entre mis piezas y la gran mayoría de las realizadas por otros que utilizaron los mismos modelos que yo, las mías parecen integrarse con naturalidad a ese lenguaje plástico que podría considerarse característico de Sèvres: precisión y nitidez, limpieza de concepción y de ejecución. Y pienso que, probablemente, esta coincidencia de exigencias al resultado del trabajo es la que determina lo que me parece una afinidad natural. No quiero decir para nada que mi intención haya sido crear piezas “à la Sèvres”, pero al mismo tiempo reconozco que tampoco me preocupó la cuestión de definir una originalidad a ultranza, lo cual considero un afán innecesario y más bien superficial. Porque es evidente que, a fin de cuentas, todos somos únicos, y que basta con ser honesto e insistente en la búsqueda para que ese sello personal se manifieste con claridad.
Pronto será expuesta en París toda esta producción. Será el cierre de una etapa de esta historia que, como ya lo he explicado, para mí empezó mucho antes de aquel día de julio de 2006. Por lo compartido hasta ahora, por las atenciones recibidas de todo el personal de la manufactura, mi más profundo agradecimiento. La experiencia de trabajar en Sèvres ha sido formidable, la continuidad de nuestra relación es para mí evidente.
Y solamente quisiera añadir algo más. Porque al tiempo que escribía este texto recuperé aún otro recuerdo: ese momento en el que yo, niño de cinco años, fui sorprendido por mi abuela acariciando un objeto que me había fascinado. Un pequeño bol blanco, pintado con pinceladas de colores vivos, con algunos toques dorados. “Ten cuidado”, me dijo, explicándome que era precioso para ella, y que era muy frágil: “Y mira como la luz puede pasar a través de él. Esto se llama porcelana…” Estoy casi seguro de que así fue como realmente empezó esta historia.