De arte y comales

A Lourdes Báez

Desde mis primeros recuerdos de infancia Oaxaca ha estado en mi mente. Visitar a mis abuelos paternos, a pesar de que para entonces ya vivían en la ciudad de México, fue siempre un encuentro con las costumbres y la atmósfera de un mundo que, sin entenderlo, me cautivaba. Los olores de los guisos de su comida, el sabor de las tortillas recién hechas, las salsas que tanto picaban y apreciaba sólo por su aroma, tan diferente a lo que nos cocinaba mi madre. Y en su cocina, muchos cacharros de barro que ya no teníamos en nuestra casa más moderna: cajetes, cántaros, la olla y el comal de mi canción favorita.

Fue solamente muchos años después que por primera vez fui a Oaxaca, y más tarde a
Ixtlán, su tierra natal. Comprendí entonces de dónde provenía todo eso que había visto en casa de los abuelos, y que en algo, al menos como raíces, tenía profundamente que ver conmigo.

Todo esto sucedió mucho tiempo antes de que yo pudiera siquiera soñar que ese mundo de barro se volvería el centro de mi vida. Me refiero a ello ahora, lo evoco, porque de una manera singular es en este momento preciso que me corresponde enfrentar en mi propio quehacer como ceramista muchas de las cuestiones que aborda en su libro Eric Mindling. Que nunca antes había realmente necesitado atender, ya que, y esto es importante, hacer cerámica hoy en día es en muchísimos sentidos algo que no tiene nada que ver con la realidad que viven y han vivido por siglos los alfareros tradicionales. No fue sino hasta hace un par de años, cuando fui invitado para colaborar en el proyecto del Centro de las Artes de San Agustín con la idea de apoyar a los alfareros de Oaxaca a través de mi experiencia de ceramista, que este acercamiento se volvió parte ineludible de mis reflexiones cotidianas y un proyecto personal cada día más importante. Complejo, enriquecedor. Ojalá útil.

Es por esto que cuando recibí la petición para escribir este texto de presentación del libro de Eric Mindling, la consideré una pieza más en el complicado rompecabezas de mi relación con la alfarería oaxaqueña, sobre la cual, debo reconocerlo, ignoro mucho. Por lo que lo primero que pensé fue que hay sin duda muchos expertos en arte popular que parecerían más indicados para escribirlo. Pero a la vez, también me pareció evidente que ninguno de ellos tendría la perspectiva que me da el hecho de ser un colega de toda esta gente, uno que enfrenta, aunque sea desde circunstancias radicalmente diferentes, la misma problemática fundamental: vivir trabajando con el barro.

“Barro y fuego” es la historia de una pasión. La de un extranjero que al descubrir la alfarería oaxaqueña necesita ir lo más a fondo que puede en el intento de comprensión de ese mundo tan lejano a su experiencia y de todo lo que sabe y piensa. No solamente en relación con la cerámica, oficio que por cierto ha practicado y por lo tanto entiende bien, sino sobre todo con la realidad profunda que subyace en esta creación a la vez ancestral y sorprendentemente actual, pues a pesar de todas las dificultades que los alfareros de tantos pueblos enfrentan ante su desplazamiento del mercado cada vez más limitado, se sigue haciendo, permanece. Su libro es entonces mucho más que una investigación técnica o antropológica (lo cual también es indudablemente). “Barro y fuego” es una historia de amor por la alfarería producida por esas manos que respeta y admira, una reflexión profunda sobre la enorme problemática por la que atraviesan en la actualidad, y también, y es importante mencionarlo, una bitácora de su largo viaje, de sus muchísimos viajes por las carreteras y brechas de esta tierra tan rica y tan pobre, tan intrincada, compleja y contrastante.

Eric Mindling nos dice que Oaxaca es un mundo. No exagera. Muchas veces a lo largo de los años que llevo visitando esas tierras he pensado en términos semejantes: Oaxaca es un país dentro de México. Territorio enorme al cual es difícil acceder, y esto no sólo por lo intrincado de su accidentada geografía, apenas hoy en dia más o menos accesible por los caminos siempre sinuosos que la recorren, sino también por la compleja naturaleza de su tejido social, por la peculiar resistencia que ha opuesto a la transformación de sus usos y costumbres ancestrales y que determina la permanencia de características muy particulares de identidad. Sujetas hoy en dia, desgraciadamente, a una gran presión que amenaza con quebrarla, hacer que se pierda la posibilidad de seguir adelante de manera armoniosa, o al menos viable. El caso específico de la alfarería en el estado es perfectamente representativo de esto. Y el autor, sin dramatismo pero con claridad nos habla de la crisis grave por la que atraviesan muchos de los pueblos practicantes del oficio.

La cerámica es arte. Esto es algo que no es necesario analizar ni discutir, por más que haya quienes pierden el tiempo en hacerlo. Lo primordial es más bien tratar de entender las enormes diferencias que existen entre las producciones cerámicas de toda la historia. En este sentido, el trabajo de Mindling nos obliga a repensar varias cuestiones fundamentales.

Para quienes accedimos al oficio aprendiéndolo en una escuela, los que decidimos que en nuestros tiempos la opción más viable para ser ceramista (¿la única?) exige el desarrollo de un lenguaje creativo personal, un gran esfuerzo y dedicación para lograr llegar a un público y a un mercado que nos permita al menos sobrevivir haciendo lo que sabemos hacer, la confrontación con un modelo artesanal que continúa produciendo los objetos utlitarios que se han venido haciendo por siglos nos muestra que, aunque trabajemos con el mismo material y muchas veces con técnicas semejantes, se trata de mundos diferentes y casi ajenos. Y no entendemos.

Es claro que para los alfareros de tantos pueblos es igualmente imposible comprender lo que hace un ceramista como yo, que hace piezas únicas. Y pienso en la pregunta recurrente que me hacen al ver mi trabajo. “Y eso, ¿para que sirve?” Desde hace muchos años comprendí que en este cuestionamiento hay una clave fundamental que explica la diferencia, pues mientras para mí la búsqueda y la investigación se dan en la máxima libertad formal y sin pensar en absoluto en la utilidad, para ellos la producción debe cumplir antes que nada con una función práctica, debe servir para algo, para cocinar, para almacenar, para comer. Y es por esto que en su trabajo se encuentra una síntesis de siglos de desarrollo técnico notable, que ha sido transmitido de generación en generación hasta definir las formas canónicas, las formas que deben ser como son y no diferentes. Que deben ser hechas con una técnica particular y con ninguna otra, que deben quemarse en cierto tipo de horno tratando siempre de reproducir las condiciones (tipo y cantidad de leña, tiempo de quema) que permitan esperar resultados correctos y satisfactorios. Y sobre todo, que sirvan para lo que deben servir.

Y al escribir esto recuerdo con claridad a mi maestro de torno en la Escuela de Diseño y Artesanías, Felipe Bárcenas, y la sorpresa e incredulidad con la que escuché su declaración tajante al decirme que las formas correctas de jarras eran dos, “como ésta y como esta otra”, al tiempo que de manera magistral hacía para mostrármelas, las dos formas de jarra características de su pueblo, Dolores Hidalgo, en Guanajuato. En ese momento comprendí que mi camino sería otro, ya que mi necesidad era de otra índole. No la de intentar integrarme a una tradición, sino justamente lo opuesto, lo cual no es contradictorio con mi percepción actual que comprende bien el sentido de sus palabras: sus jarras debían ser así porque funcionaban perfectamente.

No podemos saber, salvo raras excepciones, cuándo se determinó todo lo que una tradición encierra. Y mucho menos quién fue el alfarero que hizo ciertos hallazgos claves. Las piezas no se firman, el concepto de autoría casi no existe. Pero no puedo dejar de pensar siempre, al ver obras del pasado en museos o colecciones, que naturalmente en toda tradición tienen, sin duda, que haber existido los innovadores, los que corrieron el riesgo de probar algo nuevo, los que hicieron algo diferente. Innovación que si en realidad funcionó y convenció, al paso del tiempo fue adoptada por toda una comunidad. En el libro de Mindling encontramos varias reflexiones que confirman esto. Su mirada de ceramista le permite percibir detalles técnicos muy interesantes que posibilitan la producción de cierto tipo de piezas que aun para un taller bien equipado representarían un reto formidable. Y pienso en los comales, en el alto grado de dificultad que significa hacer una pieza plana y abierta, que seque y queme sin agrietarse, y más todavia, que resista el violento choque térmico al que será expuesta sistemáticamente al ser utilizada. Es asombroso que la sola experiencia haya permitido a tantas comunidades alfareras alcanzar de manera independiente la solución tan compleja a este problema. Y es claro que fue de manera independiente porque al utilizar barros de características muy diferentes, la solución exigía ser la justa para cada uno de ellos. Un ejemplo entre tantos otros que revela el grado de sofisticación alcanzado por pueblos que algunos llaman primitivos. Y que para mí son más bien muestra de una gran capacidad de adaptación a condiciones durísimas, un fuerte arraigo a la tierra y una identidad que se mantiene hasta la fecha. Con una producción que posee, en cualquier caso, una naturalidad extraordinaria.

Pero su realidad actual, de la que el autor también se ocupa, tiene características preocupantes. Hay una ruptura, una crisis profunda. Que es naturalmente la del país, la del planeta entero, pero que desde luego afecta en mayor medida a los más vulnerables, a los más pobres, a los que la “modernidad” excluye por completo. Y es en este momento que se vuelve urgente intentar ayudar a rescatar lo que se pueda de este mundo de creación milenario. Todos estos pueblos necesitan encontrar alguna salida a su problemática. Y mientras en muchos casos, tristemente, la tradición se pierde porque la gente se va a buscar trabajo donde lo haya (tantas veces del otro lado de la frontera), en muchos otros se está dando un movimiento que intenta encontrar nuevas opciones, nuevos mercados, la evolución hacia una producción que tenga o construya un sentido para la sociedad de nuestros días.

La parte final de este libro es una especie de guía, una descripición acuciosa y con información práctica para acceder a todos los sitios visitados por el autor, y también de las características de la producción que se hace en ellos. Que sin pretender ser exhaustiva, es muy rica y representa una invitación para todos los que deseen conocer de cerca este mundo tan amenazado y al mismo tiempo tan persistente de la alfarería oaxaqueña. Aventura que para quienes decidan correrla será sin duda enriquecedora, revelación de un mundo y espejo para todas sus convicciones. Porque, como me decía hace unos días Lourdes Báez, la directora del Centro de la Artes de San Agustín y que habla con conocimiento de causa: quien se involucra con Oaxaca no sale indemne, no volverá a ser nunca el mismo de antes. Esta tierra remueve y conmueve profundamente. Para mí, comprometido actualmente en la colaboración con varios artesanos del estado, está ya siendo un capítulo importante de mi historia con el barro. Si para algunos de los alfareros de Oaxaca mis sugerencias y aportaciones técnicas y de diseño pudieran ser aprovechables tal vez obtendríamos un magnífico resultado. Ojalá lo logremos.

Al atraer nuestra atención a este mundo tan presente y tan ignorado, este libro representa sin duda una aportación significativa, muy valiosa en su calidad de testimonio, análisis e invitación a un viaje hacia las raíces de la creación oaxaqueña.

Prólogo de la versión en español del libro Barro y Fuego, el Arte de la Alfarería en Oaxaca de Eric Mindling.