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La cerámica de Gustavo Pérez

Sergio Pitol
(Publicado en La Jornada Semanal , nueva época Nº 52, 3 de marzo de 1996)

Nos es infrecuente descubrir en el texto sobre arte elaborado por un escritor (un literato, para entendernos, ya que el crítico también es escritor) dos elementos por regla general poco conciliables: el entusiasmo que lo movió a ocuparse de una obra, y el sentimiento de inutilidad y de fracaso que esa actividad conlleva.

Por una parte el entusiasmo es real, de otro modo no hubiese abandonado sus trabajos para incursionar en un campo que no le es habitual. Desea compartir con los demás las visiones que una obra plástica hizo incidir en su zona sensible, pero en el proceso de la escritura lo asalta una duda, a momentos una certidumbre, tan real como su entusiasmo. Es de antemano consciente que de que toda forma de arte contiene un terreno de marismas, de penumbras, un núcleo inescrutable que empecinadamente se resiste a ser descifrado, núcleo que imanta al poema, a la página perfecta. Cuánto más en la plástica, donde el escritor debe traducir a palabras un lenguaje distinto, hecho de líneas y colores.

En un texto de Gustavo Pérez sobre el proceso creador y los misterios de su oficio me saltó de inmediato una cita tajante de Wittgenstein: “Al hablar sobre arte es difícil decir algo que resulte mejor a no decir nada”. Escribir un texto paralelo, que parta de la obra plástica, incida en ella, se acerque a sus misterios y a sus potencias, y se sostenga por sus propios recursos, los literarios, es el mejor homenaje que un escritor pueda rendir a un artista plástico. Las páginas escritas por Alberto Blanco sobre la cerámica de Pérez me parecen el mejor ejemplo.

Escribir sobre arte puede resultar una tortura pero nunca una pesadilla. Porque el mero hecho de pensar sobre una obra, cualquiera que sea, significa plantearse y replantearse una serie de cuestiones sobre la creación en general, la historia del arte y la del hombre, sobre Mantegna y el aduanero Rousseau, el palacio Farnese y las ruinas de Uxmal, sobre Tamayo y María Izquierdo y las figuras perfectas de la isla de Jaina, sobre lo que somos y lo que fuimos, sobre nuestra triste condición de humanos y sobre el esplendor, la gloria y los prodigios que el hombre ha diseminado por el mundo como testimonio de su existencia.

Decir algo sobre la obra de Gustavo Pérez incluye otra exigencia: aclarar el sitio que ocupa hoy día la cerámica en el escalafón de las artes, comenzar por saber si existen artes mayores y menores, y qué entidad específica tiene que poseer una obra para ocupar el lugar que ostenta en el cuadro de calificaciones.

Hay algo antipático y poco claro en ese reparto de medallas y entorchados, en parte resultado de una inercia de siglos. Me imagino que la química que rige tanto los acercamientos como los rechazos entre los humanos y los animales, es semejante a la que funciona entre el espectador y la obra de arte. Hay obras que se entregan de inmediato, en plenitud, y otras cuya aceptación es lenta y debe vencer reservas e incomodidades.

Entre mis escasas experiencias personales en que ver y aceptar parecieron darse de modo simultánea, sin que existiera una información previa, sin conocer a veces siquiera el nombre de los creadores, cuando aún antes de “acabar de ver” la admiración y el placer eran ya totales, puedo citar el encuentro con la obras de Matisse, de Zurbarán y de Agustín Lazo durante mi adolescencia y en periodos posteriores con las de Giorgione, Gunther Gerzo, Gabo, Pevsner, Brancusi, Julio Castellanos, Tapio Wirkala, Goya, Kasimir Malevich y muy recientemente la de Gustavo Pérez. La enumeración anterior comprende a creadores que emplean materiales diferentes: algunos son pintores; otros trabajan el bronce, Brancusi; el hierro, el aluminio, la mica, la baquelita, Gabo y Pevsner; el vidrio, Tapio Wirkala y la cerámica, Gustavo Pérez, y en ningún caso sentí una gradación diferente en el placer debido a la diferencia de épocas en que vivieron esos artistas y de materiales con que trabajaron.

Nuestro tiempo ha heredado el culto por la obra mayor, entendiendo con ese adjetivo las amplias dimensiones y las arduas condiciones materiales para la realización del trabajo. Esa vocación de inmensidad ha oscurecido durante siglos a los artistas que se han movido con mayor libertad en formatos pequeños. La verdad es que cuando esa obra de amplia composición ha sido realizada por algún pintor inmenso, como es el caso de Matthias Grünewald en el gran retablo del monasterio de Isenheim, de Miguel Angel en los frescos de la Sixtina, o de José Clemente Orozco en la cúpula del Hospicio Cabañas, en Guadalajara, es inevitable no quedar vislumbrado ante aquel esplendor. Pero si veo después la Venus yacente o La tempestad del Giorgione, esta última de tamaño reducido, comprendo que en esos cuadros se hallan concentrados todos los dones y portentos a los que la pintura puede aspirar.

La lista sería interminable: el genial Entierro de la sardina de Goya es un cuadro de dimensiones reducidas, como también lo es el espléndido autorretrato de 1905 de Picasso, que oficialmente marca el nacimiento del cubismo. La Escuela Mexicana de Pintura concibió el muralismo como la forma superior de la creación, concediéndole a la obra de caballete una función ancilar, un carácter de mero entretenimiento, de capricho ahistórico. Por una mandarina de Luis García Guerrero daría yo todos los kilómetros de pintura mural que revisten los muros gubernamentales de buena parte de la República. Sólo cuando Proust le inventó a Swann una pasión por Vermeer se comenzó a reconsiderar a ese pintor perfecto, aplastado hasta entonces por la inmensa sombra de Rubens. ¡Cuánta locura, Dios mío!

Y si aquello ocurría en el seno de un arte mayor, qué no podría ocurrir en los espacios desdeñados, los reservados a las llamadas artes menores. Diosa de primera magnitud durante siglos, la cerámica transcurrió otros tantos en una oscuridad de Cenicienta. Los creadores de un arte soberbio y refinado, los artistas que modelaron las delicadísimas figuras de Jaina, las complejas deidades zapotecas, las caritas sonrientes del Totonacapan, quedaron convertidos después de la conquista en alfareros, ladrilleros y fabricantes de azulejos. En el mejor de los casos, algunas regiones conservaron sus viejas tradiciones y su artesanía popular pudo sustraerse a la monotonía industrial.

Pocos artistas han trabajado en México la cerámica. Juan Soriano fue tal vez el primero y sus esculturas de los años cincuenta son admirables; y en fechas recientes, Francisco Toledo ha empleado notablemente el barro. Gustavo Pérez es el último eslabón en esa delgada cadena de creadores. La obra de Pérez parte de las formas canónicas de la cerámica: cuencos, platos, vasijas, recipientes de distinto formato; objetos que en sus manos, mudaron de ser para transformarse en perfectas obras de arte, libres de cualquier uso, aptas para ser gozadas por la vista y el tacto, imantadas con las tensiones y los poderes todos que puede tener una escultura. Gustavo Pérez construye entre nosotros un nuevo vocabulario a través de la cerámica.

Hace poco más de veinte años pasé unas vacaciones en Patmos, la más distante de las islas griegas con relación a Atenas. La costa turca quedaba a tiro de pedrada. Eran tiempos en que el turismo apenas se dejaba ver. Obtener el visado griego no resultaba fácil. Los militares trataban de desalentar el turismo, especialmente el juvenil, por todo lo que implicaba, lectura de periódicos extranjeros, circulación de ideas y de noticias, conversaciones con la población local, todas esas cosas. En la lejana Patmos uno vivía ajeno a cualquier molestia. Nunca había sido una isla turística, los hoteles eran modestos y no había locales nocturnos. Es decir, era la gloria. Caminar por las callejuelas de Patmos, pasear por sus alrededores, significaba situarse en un pasado impreciso, difícil de fechar. En un embarcadero, casi enfrente de mi hotel, vi descender de unos lanchones a un grupo de mujeres procedentes tal vez de otras partes de la isla, o de islotes cercanos, para proveerse de agua. Vestían enteramente de negro, descendían con sus ánforas y se dirigían a una fuente. El silencio que rodeaba esa operación rutinaria se cargaba de un pathos severo y ritual que, pensé, con toda seguridad se habría ido afinando con el paso de los siglos. Su contemplación me emocionó de una manera real y literaria a la vez. En la negrura de los vestidos destacaban unos puntos coloridos. ¿Ofrendas floridas que las sobrevivientes de Troya depositarían sobre las tumbas de sus muertos?, ¿guirnaldas para el templo de Diana o de Minerva? . Abandoné el balcón y bajé a la calle para cerciorarme; al acercarme descubrí que eran recipientes de plástico de colores chirriantes: morados, amarillos y rojos eléctricos que contrastaban de un modo estrepitoso con las ánforas naturales, las de barro oscurecido por el tiempo que algunas mujeres aún llevaban a la fuente. Esa sustitución me produjo una repugnancia indecible. El esplendor de la escena se acható de inmediato. Desapareció el coro de mujeres extraído de una tragedia de Eurípides y frente a mis ojos aparecieron unas pobres campesinas que se beneficiaban de un recipiente más barato, más fácil de transportar y más duradero que el producido a mano en tornos centenarios. Salió a la luz la miseria de esas tierras pedregosas, calcinadas por el sol, y sus mínimas, paupérrimas parcelas, donde con esfuerzo de bestias cultivaban unas cuantas berenjenas, media docena de vides y unos ramos de yerbas aromáticas. ¿Qué hacer contra esa realidad apabullante? La vulgaridad de aquellos objetos salidos de una fábrica, la horrible estridencia de los colores, la miseria de la población me parecieron razones más que suficientes para maldecir la época que vivíamos.

A mediados del siglo XIX la contradicción entre el gusto de industriales y comerciantes rápida e intensamente enriquecidos y el de los artistas se hizo radical. Hermann Broch, en un ensayo magistral sobre la falta de estilo de la segunda mitad de ese siglo, escribe:
El espíritu de un periodo puede leerse generalmente en su fachada arquitectónica; el de la segunda mitad del XIX fue sin duda uno de los más pobres y tristes de la historia de la humanidad; fue el periodo del falso barroco, del falso renacimiento y del falso gótico. En cualquier lugar donde el hombre occidental haya determinado el estilo de vida, éste se convertía a la vez en estrecha vida burguesa y en pompa burguesa, en una rigidez que significaba tanto asfixia como seguridad. Si alguna vez la miseria espiritual se vio encubierta por la opulencia, fue entonces.

En Inglaterra, a mediados de siglo se produjo una rebelión de orden estético. Su apóstol fue Williams Morris, quien soñó con embellecer el entorno del hombre y liberarlo de la opresión del mal gusto burgués. Morris advirtió que luchar contra la industria y el producto industrial era quimérico. Había que contar con la máquina para aliviar el futuro. Se proponía utilizar precisamente los recursos de la industria para convertir la soñada “Casa de la vida” en un espacio confortable, hermoso, estimulante para el reposo y la creación. El objeto de uso cotidiano podía ser bello, y para lograrlo era necesario que el arquetipo de los artículos fabricados para las mayorías fuera diseñado por artistas. Todo tenía que cambiar, los muebles, los textiles, las lámparas, el diseño editorial, el papel tapiz, sólo así la vida podría despojarse de la fealdad y grisura a que se la había sometido. Morris fue uno de los padres de lo que hoy conocemos como arte aplicado. Su influencia marca su siglo y gran parte del nuestro.

También en Inglaterra, en 1913, vísperas de la primera guerra mundial, tuvo lugar un experimento renovador que acogió algunas de las ideas de Morris, aunque sin compartir su entusiasmo por la máquina, es más, dirigido a encontrar soluciones manuales e industriales. Su impulsor fue Roger Fry, pintor teórico del arte. La guerra hizo que esta aventura fuese breve y necesariamente precaria; sin embargo, logró ampliar e intensificar la vida artística británica. Su sede la constituyeron los talleres Omega. La cultura de Fry era tan asombrosa como su curiosidad. Se movía con soltura en espacios muy diversos. La certeza de que todas las zonas del conocimiento estaban ligadas por un sistema de vasos comunicantes visibles e invisibles, le permitían transitar con seguridad por dominios muy varios. Fry presentó por primera vez la pintura de Cezanne, Matisse, Van Gogh y Picasso en una Inglaterra inconcebiblemente aldeana, que se sintió vejada por esa osadía. Fry detestaba la chatura victoriana aún imperante, su filisteísmo y la lúgubre severidad de sus espacios interiores. Rodeado por un grupo de jóvenes pintores, Vanessa Bell y Duncan Grant entre otros, y un equipo entusiasta de diseñadores y artesanos, se propuso introducir en la vida de sus compatriotas algunas novedades sorprendentes. Los talleres Omega se decidieron a estampar telas con métodos preindustriales, a renovar con colores y temas nuevos el diseño del papel para las paredes, a transformar los biombos, las alfombras e introducir vasijas hechas a mano y coloreadas con tonos no convencionales. Fry mismo diseñaba, torneaba y pintaba las vasijas.

El año de la fundación de Omega,1913, Fry le escribe a un amigo:

Sigo desarrollando mis teorías estéticas y he estado abordando la poesía a fin de comprender mejor la pintura. Quiero averiguar cuál es realmente la función del contenido y empiezo a formular una teoría, a saber que el contenido sólo sirve para dar cauce a la forma, y que la calidad estética esencial está relacionada con la forma pura […] Observo que a medida que la poesía se hace más intensa, la forma rehace por entero el contenido, y que éste carece de todo valor independiente. El contenido de la poesía es análogo a las cosas que representan en la pintura, por ello las emociones que suscitan la música, la pintura pura y la poesía cuando se aproximan a la pureza son verdaderamente libres, abstractas y universales.

tesis semejante a la que en esos mismos momentos trataba de demostrar en Rusia el joven Sklosvki en su Teoría de la prosa.

En 1919, el año en que la experiencia de Fry y los talleres Omega llegaba a su fin, en Weimar, Alemania, un grupo de arquitectos, artistas y diseñadores crean, bajo la dirección de Walter Gropius, una escuela cuya influencia marcó de manera extraordinaria nuestro siglo. Sus maestros fueron figuras determinantes del mundo contemporáneo: los arquitectos Walter Gropius y Mies van der Rhoe, los pintores Wassili Kandinski, Laszlo Moholy-Nagy, Paul Klee, Joseph Albers, Lyonel Feininger, los diseñadores Marcel Breuer y Marienne Brandt. La Bauhaus concilia las ideas de Morris con las de Fry. Está ligada de modo muy estrecho a la tecnología contemporánea, pero confía en la necesidad y el vigor de las artes, las ya establecidas y las que empezaban a abrirse camino. La Bauhaus retomó la preocupación de Morris por transformar los objetos de uso doméstico para que su sola presencia produjera placer, hacerles adoptar una línea a tono con el presente, incorporarlos a la visión contemporánea. En el lugar donde se vive todo debía ser luminoso, ligero y confortable, las sillas, las lámparas, los almohadones y los tapetes. El diseño, la fotografía, el cartel publicitario, la cerámica, el trabajo en vidrio debían pasar del locus clausus de los museos de artes decorativas a los museos de arte sin calificativos. Fue un movimiento de inmensa renovación formal y también una experiencia ética. El manifiesto inaugural señala la inexistencia de diferencias esenciales entre el artista y el artesano:

El artista es un artesano exaltado. En raros momentos de inspiración, momentos que no caen bajo el control de su voluntad, la gracia del cielo puede ser la causa de que su trabajo florezca en arte. Pero la destreza de la artesanía resulta esencial para cada artista, ya que es la fuente de la imaginación creadora.

La Bauhaus se convertiría en uno de los mitos del siglo XX precisamente por lograr una síntesis entre trabajo manual, libre creación y fe en la maquina. Su fuerza y su eficacia no hubieran podido sobrevivir fuera de una sociedad industrial moderna.

Gustavo Pérez es un artista notablemente culto. Conoce a la perfección el camino que ha seguido la cerámica en los últimos tiempos, y ha decidido elegir un sendero que lo aleja de las formas triviales, de la repetición de moldes, del mero interés arqueológico y también del folclórico. Su obra se mantiene en permanente
Movimiento, da pasos en determinados sentidos, experimenta y cuando logra una pieza que de verdad le interesa comienza a jugar con ella, a elaborar distintas variaciones; cada uno de sus periodos, si puede hablarse de periodos en una obra donde la fluidez y el cambio son la regla, es un fin y un principio. Vuelve el pasado para avanzar, pero esa vuelta no implica un retroceso sino una señal del destino unitario que tiene su obra. Cada nueva horneada es una renovación, una cauda de hallazgos, otro inicio.

Hace poco, el artista expresaba en una entrevista algunas conclusiones:

El dibujo es una forma de reflexión, es una actividad que provoca y genera ideas. Lo practico como una escritura automática, dejando a la línea pasearse por encima del papel, como decía Paul Klee. Y a partir de los resultados, enriqueciendo gradualmente los siguientes intentos y haciendo síntesis de algunos elementos de vez en cuando. En fin, un proceso tan inagotable como el de la búsqueda formal con el barro. He encontrado que hay muchos escritores y músicos que lo practican; eso parecería no tener nada que ver con su trabajo, aunque en el fondo, sí lo tiene. Es así como interactúan de diferentes formas de creación; la alimentación que significa para mí la música en cuanto medio expresivo que practico a pesar de que carezco de oficio alguno y, sin embargo, de algún modo me acompaña literalmente cuando trabajo; además, acompaña ese trabajo con formas misteriosas que no puedo ni quiero precisar. Sólo sé que sé entrelazan: composición musical, reflexión sobre la estructura de la música, intento de análisis de la poesía, de la escultura, reflexión sobre el lenguaje. Referencias permanentes que supongo encuentran de alguna manera el camino hacia mi trabajo con la tierra.

Gustavo Pérez es un artista que le da voz a la tierra; convive con ella desde hace veinticinco años, después de haber incursionado en la ingeniería, las matemáticas y la filosofía; meros acercamientos, tientos, oscuros, rodeos que al final lo hicieron llegar a su destino: el torno del que ha hecho salir piezas de calidad excepcional. Todo el pasado de un artista cuenta con un resultado final: Estoy convencido de que si este creador no hubiera estudiado antes matemáticas y filosofía, su trabajo como ceramista habría sido diferente. Todo está en todo, y todo lo vivido se filtra en el proceso hasta alcanzar el resultado final. Su capacidad de reflexión, su calidad de pensamiento están en los orígenes y el proceso de la obra que veremos salir del horno tersa e inocente.

En los veinticinco años de feliz convivencia con el barro, el conocimiento de sus materiales se ha vuelto asombroso. Al primer contacto con ellos percibe sus posibilidades, su vocación y sus resistencias. Sabe que tratar de violentar la arcilla significa una lucha infructuosa, una derrota,, que hay que ponerse a favor de la materia para que ésta hable. En ello estriba gran parte de la inteligencia y el instinto del artista. Imagino que desde el contacto inicial, Gustavo Pérez comienza a vislumbrar la forma de la obra en proceso y tal vez a intuir el resultado final. El joven Alfonso Reyes le recomendaba a su amigo el igualmente joven José Vasconcelos después de leer algunos de sus ensayos filosóficos poner orden a los conceptos, para lo cual era necesario darle libertad a la mano, pensar con la mano. Escriba uno música o poesía, haga cerámica, pinte o esculpa, dejar actuar a la mano, permitirle pensar, resulta indispensable, mucho más en la cerámica donde la hechura manual decide el proceso integral.

Hay en literatura quienes confunden redacción con escritura, escriben novelas y poemas redactados con esmero y hasta se permiten algunos juegos malabares que hacen aparecer como innovaciones. Uno sabe que eso no es literatura, para serlo tendría que haber en el lenguaje una respiración, varias capas de significación, una pulsión que sólo la escritura es capaz de producir. El tiempo demostrará que aquella literatura enmascarada es sólo letra muerta. Y en la plástica, donde la mano tiene una función determinante, se producen también obras que no logran trascender la redacción, bien hechas, correctas, falsamente
Audaces, pero carentes de la intensidad que sólo puede producir la escritura.

En la obra de Gustavo Pérez la escritura está siempre visible. En sus piezas se impone de manera inmediata el rigor de la forma; nada parece producto del azar, capricho del demiurgo. El rigor en él aparece con todos los atavíos de la elegancia, pero no de una elegancia epidérmica, decorativa, sino esencial, como la de los dibujos de Matisse o las esculturas de Bracusi. Pero tras ese rigor y esa elegancia ascética, qué inmenso mundo de juegos, de tensiones, de convivencias, de rupturas y reconciliaciones entre forma e instinto, entre impulso y razón, podemos adivinar.

Visito a menudo el taller del artista. Lo veo trabajar, paseo por las muchas estanterías que contienen su obra. La proximidad de las piezas logra que se potencie el valor de cada una de ellas y también el conjunto. Parecería estar en el interior de la torre de Babel, donde uno oye todas las voces; el murmullo de la tierra de Creta y Micenas, de Tarquinia, de Japón y de China, de Java y de Indochina, del Cuzco, de las regiones que hoy llamamos Jalisco y Colima, de Totonacapan, de Jaina, de Mitla, de Teotihuacán, de Babilonia. Sombras que han acompañado al hombre a lo largo de su historia, incisiones, raspaduras, relieves que son también nuestros tatuajes. Todas las culturas, los grandes nombres y las grandes épocas, están encapsuladas en las vasijas, vasos, tablillas y juguetes que tenemos al frente, y ahí, también, el guiño de los creadores que él admira: de Mondrian, Klee, Kandinski, Bracusi y el de Hans Coper y Elizabeth Fritsch, los dos ingleses que en buena parte han definido su ruta en la cerámica. Su aspecto es absolutamente contemporáneo. Son piezas que sólo podrían ser de nuestros días y de un único creador. Ante cada una de ellas diríamos sin el menor titubeo: “Esta pieza sólo puede ser de Gustavo Pérez”. Así de intensa es la impronta de su personalidad.

Nos es infrecuente descubrir en el texto sobre arte elaborado por un escritor (un literato, para entendernos, ya que el crítico también es escritor) dos elementos por regla general poco conciliables: el entusiasmo que lo movió a ocuparse de una obra, y el sentimiento de inutilidad y de fracaso que esa actividad conlleva. Por una parte el entusiasmo es real, de otro modo no hubiese abandonado sus trabajos para incursionar en un campo que no le es habitual. Desea compartir con los demás las visiones que una obra plástica hizo incidir en su zona sensible, pero en el proceso de la escritura lo asalta una duda, a momentos una certidumbre, tan real como su entusiasmo. Es de antemano consciente que de que toda forma de arte contiene un terreno de marismas, de penumbras, un núcleo inescrutable que empecinadamente se resiste a ser descifrado, núcleo que imanta al poema, a la página perfecta. Cuánto más en la plástica, donde el escritor debe traducir a palabras un lenguaje distinto, hecho de líneas y colores. En un texto de Gustavo Pérez sobre el proceso creador y los misterios de su oficio me saltó de inmediato una cita tajante de Wittgenstein: “Al hablar sobre arte es difícil decir algo que resulte mejor a no decir nada”. Escribir un texto paralelo, que parta de la obra plástica, incida en ella, se acerque a sus misterios y a sus potencias, y se sostenga por sus propios recursos, los literarios, es el mejor homenaje que un escritor pueda rendir a un artista plástico. Las páginas escritas por Alberto Blanco sobre la cerámica de Pérez me parecen el mejor ejemplo.

Escribir sobre arte puede resultar una tortura pero nunca una pesadilla. Porque el mero hecho de pensar sobre una obra, cualquiera que sea, significa plantearse y replantearse una serie de cuestiones sobre la creación en general, la historia del arte y la del hombre, sobre Mantegna y el aduanero Rousseau, el palacio Farnese y las ruinas de Uxmal, sobre Tamayo y María Izquierdo y las figuras perfectas de la isla de Jaina, sobre lo que somos y lo que fuimos, sobre nuestra triste condición de humanos y sobre el esplendor, la gloria y los prodigios que el hombre ha diseminado por el mundo como testimonio de su existencia.

Decir algo sobre la obra de Gustavo Pérez incluye otra exigencia: aclarar el sitio que ocupa hoy día la cerámica en el escalafón de las artes, comenzar por saber si existen artes mayores y menores, y qué entidad específica tiene que poseer una obra para ocupar el lugar que ostenta en el cuadro de calificaciones. Hay algo antipático y poco claro en ese reparto de medallas y entorchados, en parte resultado de una inercia de siglos. Me imagino que la química que rige tanto los acercamientos como los rechazos entre los humanos y los animales, es semejante a la que funciona entre el espectador y la obra de arte. Hay obras que se entregan de inmediato, en plenitud, y otras cuya aceptación es lenta y debe vencer reservas e incomodidades. Entre mis escasas experiencias personales en que ver y aceptar parecieron darse de modo simultánea, sin que existiera una información previa, sin conocer a veces siquiera el nombre de los creadores, cuando aún antes de “acabar de ver” la admiración y el placer eran ya totales, puedo citar el encuentro con la obras de Matisse, de Zurbarán y de Agustín Lazo durante mi adolescencia y en periodos posteriores con las de Giorgione, Gunther Gerzo, Gabo, Pevsner, Brancusi, Julio Castellanos, Tapio Wirkala, Goya, Kasimir Malevich y muy recientemente la de Gustavo Pérez. La enumeración anterior comprende a creadores que emplean materiales diferentes: algunos son pintores; otros trabajan el bronce, Brancusi; el hierro, el aluminio, la mica, la baquelita, Gabo y Pevsner; el vidrio, Tapio Wirkala y la cerámica, Gustavo Pérez, y en ningún caso sentí una gradación diferente en el placer debido a la diferencia de épocas en que vivieron esos artistas y de materiales con que trabajaron.

Nuestro tiempo ha heredado el culto por la obra mayor, entendiendo con ese adjetivo las amplias dimensiones y las arduas condiciones materiales para la realización del trabajo. Esa vocación de inmensidad ha oscurecido durante siglos a los artistas que se han movido con mayor libertad en formatos pequeños. La verdad es que cuando esa obra de amplia composición ha sido realizada por algún pintor inmenso, como es el caso de Matthias Grünewald en el gran retablo del monasterio de Isenheim, de Miguel Angel en los frescos de la Sixtina, o de José Clemente Orozco en la cúpula del Hospicio Cabañas, en Guadalajara, es inevitable no quedar vislumbrado ante aquel esplendor. Pero si veo después la Venus yacente o La tempestad del Giorgione, esta última de tamaño reducido, comprendo que en esos cuadros se hallan concentrados todos los dones y portentos a los que la pintura puede aspirar. La lista sería interminable: el genial Entierro de la sardina de Goya es un cuadro de dimensiones reducidas, como también lo es el espléndido autorretrato de 1905 de Picasso, que oficialmente marca el nacimiento del cubismo. La Escuela Mexicana de Pintura concibió el muralismo como la forma superior de la creación, concediéndole a la obra de caballete una función ancilar, un carácter de mero entretenimiento, de capricho ahistórico. Por una mandarina de Luis García Guerrero daría yo todos los kilómetros de pintura mural que revisten los muros gubernamentales de buena parte de la República. Sólo cuando Proust le inventó a Swann una pasión por Vermeer se comenzó a reconsiderar a ese pintor perfecto, aplastado hasta entonces por la inmensa sombra de Rubens. ¡Cuánta locura, Dios mío!

Y si aquello ocurría en el seno de un arte mayor, qué no podría ocurrir en los espacios desdeñados, los reservados a las llamadas artes menores. Diosa de primera magnitud durante siglos, la cerámica transcurrió otros tantos en una oscuridad de Cenicienta. Los creadores de un arte soberbio y refinado, los artistas que modelaron las delicadísimas figuras de Jaina, las complejas deidades zapotecas, las caritas sonrientes del Totonacapan, quedaron convertidos después de la conquista en alfareros, ladrilleros y fabricantes de azulejos. En el mejor de los casos, algunas regiones conservaron sus viejas tradiciones y su artesanía popular pudo sustraerse a la monotonía industrial. Pocos artistas han trabajado en México la cerámica. Juan Soriano fue tal vez el primero y sus esculturas de los años cincuenta son admirables; y en fechas recientes, Francisco Toledo ha empleado notablemente el barro. Gustavo Pérez es el último eslabón en esa delgada cadena de creadores. La obra de Pérez parte de las formas canónicas de la cerámica: cuencos, platos, vasijas, recipientes de distinto formato; objetos que en sus manos, mudaron de ser para transformarse en perfectas obras de arte, libres de cualquier uso, aptas para ser gozadas por la vista y el tacto, imantadas con las tensiones y los poderes todos que puede tener una escultura. Gustavo Pérez construye entre nosotros un nuevo vocabulario a través de la cerámica.

Hace poco más de veinte años pasé unas vacaciones en Patmos, la más distante de las islas griegas con relación a Atenas. La costa turca quedaba a tiro de pedrada. Eran tiempos en que el turismo apenas se dejaba ver. Obtener el visado griego no resultaba fácil. Los militares trataban de desalentar el turismo, especialmente el juvenil, por todo lo que implicaba, lectura de periódicos extranjeros, circulación de ideas y de noticias, conversaciones con la población local, todas esas cosas. En la lejana Patmos uno vivía ajeno a cualquier molestia. Nunca había sido una isla turística, los hoteles eran modestos y no había locales nocturnos. Es decir, era la gloria. Caminar por las callejuelas de Patmos, pasear por sus alrededores, significaba situarse en un pasado impreciso, difícil de fechar. En un embarcadero, casi enfrente de mi hotel, vi descender de unos lanchones a un grupo de mujeres procedentes tal vez de otras partes de la isla, o de islotes cercanos, para proveerse de agua. Vestían enteramente de negro, descendían con sus ánforas y se dirigían a una fuente. El silencio que rodeaba esa operación rutinaria se cargaba de un pathos severo y ritual que, pensé, con toda seguridad se habría ido afinando con el paso de los siglos. Su contemplación me emocionó de una manera real y literaria a la vez. En la negrura de los vestidos destacaban unos puntos coloridos. ¿Ofrendas floridas que las sobrevivientes de Troya depositarían sobre las tumbas de sus muertos?, ¿guirnaldas para el templo de Diana o de Minerva? Abandoné el balcón y bajé a la calle para cerciorarme; al acercarme descubrí que eran recipientes de plástico de colores chirriantes: morados, amarillos y rojos eléctricos que contrastaban de un modo estrepitoso con las ánforas naturales, las de barro oscurecido por el tiempo que algunas mujeres aún llevaban a la fuente. Esa sustitución me produjo una repugnancia indecible. El esplendor de la escena se acható de inmediato. Desapareció el coro de mujeres extraído de una tragedia de Eurípides y frente a mis ojos aparecieron unas pobres campesinas que se beneficiaban de un recipiente más barato, más fácil de transportar y más duradero que el producido a mano en tornos centenarios. Salió a la luz la miseria de esas tierras pedregosas, calcinadas por el sol, y sus mínimas, paupérrimas parcelas, donde con esfuerzo de bestias cultivaban unas cuantas berenjenas, media docena de vides y unos ramos de yerbas aromáticas. ¿Qué hacer contra esa realidad apabullante? La vulgaridad de aquellos objetos salidos de una fábrica, la horrible estridencia de los colores, la miseria de la población me parecieron razones más que suficientes para maldecir la época que vivíamos.

A mediados del siglo XIX la contradicción entre el gusto de industriales y comerciantes rápida e intensamente enriquecidos y el de los artistas se hizo radical. Hermann Broch, en un ensayo magistral sobre la falta de estilo de la segunda mitad de ese siglo, escribe

El espíritu de un periodo puede leerse generalmente en su fachada arquitectónica; el de la segunda mitad del XIX fue sin duda uno de los más pobres y tristes de la historia de la humanidad; fue el periodo del falso barroco, del falso renacimiento y del falso gótico. En cualquier lugar donde el hombre occidental haya determinado el estilo de vida, éste se convertía a la vez en estrecha vida burguesa y en pompa burguesa, en una rigidez que significaba tanto asfixia como seguridad. Si alguna vez la miseria espiritual se vio encubierta por la opulencia, fue entonces.

En Inglaterra, a mediados de siglo se produjo una rebelión de orden estético. Su apóstol fue Williams Morris, quien soñó con embellecer el entorno del hombre y liberarlo de la opresión del mal gusto burgués. Morris advirtió que luchar contra la industria y el producto industrial era quimérico. Había que contar con la máquina para aliviar el futuro. Se proponía utilizar precisamente los recursos de la industria para convertir la soñada “Casa de la vida” en un espacio confortable, hermoso, estimulante para el reposo y la creación. El objeto de uso cotidiano podía ser bello, y para lograrlo era necesario que el arquetipo de los artículos fabricados para las mayorías fuera diseñado por artistas. Todo tenía que cambiar, los muebles, los textiles, las lámparas, el diseño editorial, el papel tapiz, sólo así la vida podría despojarse de la fealdad y grisura a que se la había sometido. Morris fue uno de los padres de lo que hoy conocemos como arte aplicado. Su influencia marca su siglo y gran parte del nuestro.

También en Inglaterra, en 1913, vísperas de la primera guerra mundial, tuvo lugar un experimento renovador que acogió algunas de las ideas de Morris, aunque sin compartir su entusiasmo por la máquina, es más, dirigido a encontrar soluciones manuales e industriales. Su impulsor fue Roger Fry, pintor teórico del arte. La guerra hizo que esta aventura fuese breve y necesariamente precaria; sin embargo, logró ampliar e intensificar la vida artística británica. Su sede la constituyeron los talleres Omega. La cultura de Fry era tan asombrosa como su curiosidad. Se movía con soltura en espacios muy diversos. La certeza de que todas las zonas del conocimiento estaban ligadas por un sistema de vasos comunicantes visibles e invisibles, le permitían transitar con seguridad por dominios muy varios. Fry presentó por primera vez la pintura de Cezanne, Matisse, Van Gogh y Picasso en una Inglaterra inconcebiblemente aldeana, que se sintió vejada por esa osadía. Fry detestaba la chatura victoriana aún imperante, su filisteísmo y la lúgubre severidad de sus espacios interiores. Rodeado por un grupo de jóvenes pintores, Vanessa Bell y Duncan Grant entre otros, y un equipo entusiasta de diseñadores y artesanos, se propuso introducir en la vida de sus compatriotas algunas novedades sorprendentes. Los talleres Omega se decidieron a estampar telas con métodos preindustriales, a renovar con colores y temas nuevos el diseño del papel para las paredes, a transformar los biombos, las alfombras e introducir vasijas hechas a mano y coloreadas con tonos no convencionales. Fry mismo diseñaba, torneaba y pintaba las vasijas.

El año de la fundación de Omega,1913, Fry le escribe a un amigo:

Sigo desarrollando mis teorías estéticas y he estado abordando la poesía a fin de comprender mejor la pintura. Quiero averiguar cuál es realmente la función del contenido y empiezo a formular una teoría, a saber que el contenido sólo sirve para dar cauce a la forma, y que la calidad estética esencial está relacionada con la forma pura […] Observo que a medida que la poesía se hace más intensa, la forma rehace por entero el contenido, y que éste carece de todo valor independiente. El contenido de la poesía es análogo a las cosas que representan en la pintura, por ello las emociones que suscitan la música, la pintura pura y la poesía cuando se aproximan a la pureza son verdaderamente libres, abstractas y universales.

tesis semejante a la que en esos mismos momentos trataba de demostrar en Rusia el joven Sklosvki en su Teoría de la prosa.

En 1919, el año en que la experiencia de Fry y los talleres Omega llegaba a su fin, en Weimar, Alemania, un grupo de arquitectos, artistas y diseñadores crean, bajo la dirección de Walter Gropius, una escuela cuya influencia marcó de manera extraordinaria nuestro siglo. Sus maestros fueron figuras determinantes del mundo contemporáneo: los arquitectos Walter Gropius y Mies van der Rhoe, los pintores Wassili Kandinski, Laszlo Moholy-Nagy, Paul Klee, Joseph Albers, Lyonel Feininger, los diseñadores Marcel Breuer y Marienne Brandt. La Bauhaus concilia las ideas de Morris con las de Fry. Está ligada de modo muy estrecho a la tecnología contemporánea, pero confía en la necesidad y el vigor de las artes, las ya establecidas y las que empezaban a abrirse camino. La Bauhaus retomó la preocupación de Morris por transformar los objetos de uso doméstico para que su sola presencia produjera placer, hacerles adoptar una línea a tono con el presente, incorporarlos a la visión contemporánea. En el lugar donde se vive todo debía ser luminoso, ligero y confortable, las sillas, las lámparas, los almohadones y los tapetes. El diseño, la fotografía, el cartel publicitario, la cerámica, el trabajo en vidrio debían pasar del locus clausus de los museos de artes decorativas a los museos de arte sin calificativos. Fue un movimiento de inmensa renovación formal y también una experiencia ética. El manifiesto inaugural señala la inexistencia de diferencias esenciales entre el artista y el artesano

El artista es un artesano exaltado. En raros momentos de inspiración, momentos que no caen bajo el control de su voluntad, la gracia del cielo puede ser la causa de que su trabajo florezca en arte. Pero la destreza de la artesanía resulta esencial para cada artista, ya que es la fuente de la imaginación creadora.

La Bauhaus se convertiría en uno de los mitos del siglo XX precisamente por lograr una síntesis entre trabajo manual, libre creación y fe en la maquina. Su fuerza y su eficacia no hubieran podido sobrevivir fuera de una sociedad industrial moderna.

Gustavo Pérez es un artista notablemente culto. Conoce a la perfección el camino que ha seguido la cerámica en los últimos tiempos, y ha decidido elegir un sendero que lo aleja de las formas triviales, de la repetición de moldes, del mero interés arqueológico y también del folclórico. Su obra se mantiene en permanente
Movimiento, da pasos en determinados sentidos, experimenta y cuando logra una pieza que de verdad le interesa comienza a jugar con ella, a elaborar distintas variaciones; cada uno de sus periodos, si puede hablarse de periodos en una obra donde la fluidez y el cambio son la regla, es un fin y un principio. Vuelve el pasado para avanzar, pero esa vuelta no implica un retroceso sino una señal del destino unitario que tiene su obra. Cada nueva horneada es una renovación, una cauda de hallazgos, otro inicio.

Hace poco, el artista expresaba en una entrevista algunas conclusiones:

El dibujo es una forma de reflexión, es una actividad que provoca y genera ideas. Lo practico como una escritura automática, dejando a la línea pasearse por encima del papel, como decía Paul Klee. Y a partir de los resultados, enriqueciendo gradualmente los siguientes intentos y haciendo síntesis de algunos elementos de vez en cuando. En fin, un proceso tan inagotable como el de la búsqueda formal con el barro. He encontrado que hay muchos escritores y músicos que lo practican; eso parecería no tener nada que ver con su trabajo, aunque en el fondo, sí lo tiene. Es así como interactúan de diferentes formas de creación; la alimentación que significa para mí la música en cuanto medio expresivo que practico a pesar de que carezco de oficio alguno y, sin embargo, de algún modo me acompaña literalmente cuando trabajo; además, acompaña ese trabajo con formas misteriosas que no puedo ni quiero precisar. Sólo sé que sé entrelazan: composición musical, reflexión sobre la estructura de la música, intento de análisis de la poesía, de la escultura, reflexión sobre el lenguaje. Referencias permanentes que supongo encuentran de alguna manera el camino hacia mi trabajo con la tierra.

Gustavo Pérez es un artista que le da voz a la tierra; convive con ella desde hace veinticinco años, después de haber incursionado en la ingeniería, las matemáticas y la filosofía; meros acercamientos, tientos, oscuros, rodeos que al final lo hicieron llegar a su destino: el torno del que ha hecho salir piezas de calidad excepcional. Todo el pasado de un artista cuenta con un resultado final: Estoy convencido de que si este creador no hubiera estudiado antes matemáticas y filosofía, su trabajo como ceramista habría sido diferente. Todo está en todo, y todo lo vivido se filtra en el proceso hasta alcanzar el resultado final. Su capacidad de reflexión, su calidad de pensamiento están en los orígenes y el proceso de la obra que veremos salir del horno tersa e inocente.

En los veinticinco años de feliz convivencia con el barro, el conocimiento de sus materiales se ha vuelto asombroso. Al primer contacto con ellos percibe sus posibilidades, su vocación y sus resistencias. Sabe que tratar de violentar la arcilla significa una lucha infructuosa, una derrota,, que hay que ponerse a favor de la materia para que ésta hable. En ello estriba gran parte de la inteligencia y el instinto del artista. Imagino que desde el contacto inicial, Gustavo Pérez comienza a vislumbrar la forma de la obra en proceso y tal vez a intuir el resultado final.

El joven Alfonso Reyes le recomendaba a su amigo el igualmente joven José Vasconcelos después de leer algunos de sus ensayos filosóficos poner orden a los conceptos, para lo cual era necesario darle libertad a la mano, pensar con la mano. Escriba uno música o poesía, haga cerámica, pinte o esculpa, dejar actuar a la mano, permitirle pensar, resulta indispensable, mucho más en la cerámica donde la hechura manual decide el proceso integral.

Hay en literatura quienes confunden redacción con escritura, escriben novelas y poemas redactados con esmero y hasta se permiten algunos juegos malabares que hacen aparecer como innovaciones. Uno sabe que eso no es literatura, para serlo tendría que haber en el lenguaje una respiración, varias capas de significación, una pulsión que sólo la escritura es capaz de producir. El tiempo demostrará que aquella literatura enmascarada es sólo letra muerta. Y en la plástica, donde la mano tiene una función determinante, se producen también obras que no logran trascender la redacción, bien hechas, correctas, falsamente
Audaces, pero carentes de la intensidad que sólo puede producir la escritura.

En la obra de Gustavo Pérez la escritura está siempre visible. En sus piezas se impone de manera inmediata el rigor de la forma; nada parece producto del azar, capricho del demiurgo. El rigor en él aparece con todos los atavíos de la elegancia, pero no de una elegancia epidérmica, decorativa, sino esencial, como la de los dibujos de Matisse o las esculturas de Bracusi. Pero tras ese rigor y esa elegancia ascética, qué inmenso mundo de juegos, de tensiones, de convivencias, de rupturas y reconciliaciones entre forma e instinto, entre impulso y razón, podemos adivinar.

Visito a menudo el taller del artista. Lo veo trabajar, paseo por las muchas estanterías que contienen su obra. La proximidad de las piezas logra que se potencie el valor de cada una de ellas y también el conjunto. Parecería estar en el interior de la torre de Babel, donde uno oye todas las voces; el murmullo de la tierra de Creta y Micenas, de Tarquinia, de Japón y de China, de Java y de Indochina, del Cuzco, de las regiones que hoy llamamos Jalisco y Colima, de Totonacapan, de Jaina, de Mitla, de Teotihuacán, de Babilonia. Sombras que han acompañado al hombre a lo largo de su historia, incisiones, raspaduras, relieves que son también nuestros tatuajes. Todas las culturas, los grandes nombres y las grandes épocas, están encapsuladas en las vasijas, vasos, tablillas y juguetes que tenemos al frente, y ahí, también, el guiño de los creadores que él admira: de Mondrian, Klee, Kandinski, Bracusi y el de Hans Coper y Elizabeth Fritsch, los dos ingleses que en buena parte han definido su ruta en la cerámica. Su aspecto es absolutamente contemporáneo. Son piezas que sólo podrían ser de nuestros días y de un único creador. Ante cada una de ellas diríamos sin el menor titubeo: “Esta pieza sólo puede ser de Gustavo Pérez”. Así de intensa es la impronta de su personalidad.