Probablemente nunca llegaremos a entender cabalmente el proceso creador. Si después de tantos siglos en que tantos filósofos y artistas lo han intentado sigue habiendo la necesidad de investigarlo, es porque como muchos desde Platón lo han intuido, no es la creación artística un campo del conocimiento en el que las definiciones, las demostraciones y las reglas puedan aplicarse. Pero así como el carácter misterioso de la creación artística se mantiene a pesar de todos los esfuerzos por esclarecerlo, de la misma manera las interrogantes que nos plantea siguen siendo ineludible motivo de reflexión para todo aquel que se interesa en el arte y sus productos.
“Al hablar sobre el arte –opina Wittgenstein– es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada”. Creo que esto es verdad y por lo tanto procuraré concretarme a hacer algunas reflexiones sobre el proceso creador, y éstas, desde un punto específico y familiar: el del oficio.
Hace cerca de veinticinco años, descubrir la cerámica como el centro alrededor del cual gira casi todo en mi vida desde entonces, significó antes que cualquier otra cosa la fascinación y el reto formidable de penetrar en un mundo del que todo lo ignoraba y cuyos secretos ancestrales sólo serían accesibles a partir del dominio del oficio. Fue ésta una preocupación esencial. Sigue siéndolo.
Hablo del oficio desde luego no entendido como ese genérico anacrónico que diferenciaba a los oficios de las Artes con mayúscula, sino concretamente como el conocimiento de los materiales, herramientas y técnicas que considero condición indispensable, si bien nunca suficiente para que se produzca el diálogo entre un individuo y su material.
Oficio es cada día. Manos y acumulación de experiencia. Oficio son los miles de horas arduas concentradas en las manos. Oficio es lo artesanal y la pasión que se puede sentir por lo artesanal.
Más confianza que destreza, más naturalidad que control, oficio es lo que se sabe profundamente. Un creador parte de y recae inevitablemente en su oficio, en lo que sus manos saben hacer, en lo que sus manos aprenden a dejar suceder.
Oficio es también disciplina desde luego. Trabajar cuando trabajar sea un placer y también cuando parezca imposible o inútil. Especialmente en este último caso pues muchas veces la insistencia tenaz y aparentemente sin sentido conduce a los hallazgos importantes. Disciplina autoimpuesta que al paso de los años se vuelve hábito ineludible; para algunos la única forma posible de vivir.
Según Borges el paraíso en caso de existir debería ser una biblioteca. Conozco a muchos que sin pensarlo ni un instante preferirían un taller, ese espacio en el cual saben encontrar el camino que libera su visión, el sitio en el que sucede lo más significativo de su vida creadora: la realización de ideas y proyectos que no son nada más que eso antes de pasar por el momento definitorio y definitivo de la hechura. “Pienso con la pluma” dice Wittgenstein. “Encuentro las imágenes no en mi cabeza, sino con brochas y pintura sobre una tela” dice Francis Bacon. Es mi propia experiencia que nunca, nada importante en mi trabajo ha sido encontrado fuera del taller y siempre, literalmente con las manos en la masa.
Cada material posee un potencial expresivo y éste no se deja conocer a distancia; hace falta el contacto prolongado y atento para ir conociendo sus posibilidades y sus secretos, para comprender su lenguaje, lo cual es fundamental. La creación no es el resultado de dominar a un material, es necesario ir más lejos, comunicarse con él, dejarlo decir lo que sabe decir, perderse como autor que todo lo controla y ser más bien interlocutor en ese diálogo más profundo en el cual el carácter intelectual de la idea original se queda atrás y deja el espacio para la posible aparición de una imagen auténtica, impactante y sorprendente para otros si y sólo si también lo es para el autor. Me resulta inconcebible que un artista pueda trabajar sólo para expresarse a sí mismo.
Cada arcilla, cada piedra, las tintas, el óleo, el bronce, cada madera, el bronce, todos hablan un lenguaje diferente, único, inagotable. Familiarizarse con el (o los) que uno escoja es un proceso fundamental. E infinito, pues todo artista comprueba lo poco que realmente conoce del lenguaje de su material al descubrir con alarmante –o maravillosa- frecuencia como éste le responde en forma diferente al tratarlo en forma aun ligera o sutilmente diferente. Cambiar la posición de un pincel, la presión de un dedo, retrasar o adelantar un paso del proceso puede significar la aparición de posibilidades expresivas desconocidas.
Esto que podría considerarse simple cuestión de técnica, sí es técnica, pero no es simple en absoluto: sin este esfuerzo de comprensión no hay verdadera creación posible.
Me importa señalar que desde luego el oficio no puede ser de ninguna manera un fin en sí mismo. Considerarlo como tal conduce a uno de dos callejones sin salida creativa: la artesanía puramente repetitiva o el virtuosismo, quizá deslumbrante pero en el fondo estéril: Narciso mirándose al espejo y sintiéndose importante por lo que ha logrado. Importante y lo que es peor, satisfecho, actitud incompatible con el carácter de búsqueda infinita que la creación artística implica.
Creatividad es juego. Juego combinatorio y exploratorio, investigación sistemática a tientas y con reglas siempre provisionales. Creatividad es, dice Tapies “un salto en el vacío, improvisando”. Creatividad es riesgo.
En este juego entra todo lo que el artista es: fantasías, recuerdos, obsesiones, mundo mítico, personalidad, influencias, oficio. Todo ello concentrado en la interacción de sus manos y su material en el momento único, irrepetible y en última instancia inexplicable cuyo resultado es la obra de arte, la cual no nos impresiona tanto por su belleza formal como por su realidad inarticulada y oculta, por la huella de las fantasías profundas y simbólicas que contiene y que como dice Francis Bacon, “le permiten infiltrarse en los mecanismos de la memoria adquiriendo una presencia continua e inagotable, una especie de posesión sobre el pensamiento”. Posesión o según Andrei Tarkovsky capacidad de convencer “a través de la energía espiritual con la que el artista ha cargado a su obra al sacrificarse totalmente a la creación que así se lo exige”.
La creatividad se da en un movimiento dialéctico, una pulsación entre saber y encontrar, jugar y trabajar, diseñar y dejar suceder, entre la libertad y el miedo. La obra de arte vive y se desarrolla a través del conflicto y el equilibrio entre principios opuestos que se dan en su interior llevando una idea particular hacia lo universal. La idea que sustenta y determina una obra de arte siempre está encubierta en este equilibrio lo cual hace imposible una explicación de ella. Goethe comentó al respecto que “mientras menos inaccesible para el intelecto, más grande es una obra de arte”. Opinión que parece compartir Bachelard al decir que “el acto poético no tiene pasado, no al menos un pasado próximo remontándose al cual se podría deducir su preparación y su advenimiento”.
Es un error hablar de un artista en busca de tema, pues de hecho el tema crece dentro de él como algo vivo que empieza a demandar expresión. Se trata de una gestación.
Es por esto que cualquier idea puede ser punto de partida, pretexto o motivo del trabajo, pues si éste es serio y persistente, inevitablemente conducirá al tema. En el momento creativo la idea siempre subyace; está y no está. El tema fluye entonces. Ya no se piensa en lo que se va a hacer, simplemente se realiza; de la idea al tema y su realización, la imagen, apoyándose en la certeza del oficio. La imagen que según Tarkovsky es “inagotable en su significado, que expresa en un lenguaje individualísimo e intemporal sólo insinuaciones y sugerencias que no pueden ser expuestas o explicadas. Su esencia es inescrutable y es el resultado de un proceso orgánico, como un cristal”. Y también sobre este aspecto central –o final- del proceso creador nos dice Octavio Paz que “la imagen no explica: invita a recrearla y literalmente a revivirla. Transformando al hombre en “otro” al hacerlo”.
Pero si acaso es posible intentar una aproximación más concreta a esta cuestión quisiera mencionar el carácter cíclico que encuentro en la creatividad, el cual es observable fácilmente sobre todo en actividades que como el dibujo o el trabajo al torno en la cerámica son por naturaleza rápidas y de gran productividad. Desarrollamos unos cuantos temas toda la vida y saltamos de uno a otro según una regla estricta: la incapacidad de continuar inducida por el miedo. Miedo a lo incontrolable y a lo desconocido, miedo a mostrarnos más de la cuenta. Miedo –quizás- al resplandor misterioso de la belleza. Desarrollar la creatividad puede ser entonces el resultado de quedarse en el tema, no desviarse.
Al mismo tiempo y aun cuando aparentemente en contradicción con la idea anterior necesito señalar la gran importancia que concedo al accidente como elemento fundamental en el proceso creador. Todo ceramista conoce la insidiosa frecuencia con la que lo inesperado y lo indeseado se dan en la práctica del oficio, y sabe –o debería saber -, que junto a la frustración inevitable es importantísimo observar con atención lo que ha sucedido, pues justamente este momento de descontrol puede conducir a un hallazgo de frescura desconocida; el accidente como una rendija abierta a posibilidades nunca antes contempladas.
El trabajo creador puede ser –lo es – supremo placer, pero implica también violencia. Crear es mirarse en el espejo, moverse hacia lo desconocido, quemar las naves cotidianamente. Un artista se hace violencia para crear.
Lo único que realmente determina cambios o desarrollo en el trabajo de un artista es una percepción nueva o más profunda en relación con los problemas formales de su arte. Un artista no es necesariamente una persona más consciente que otras de la belleza de la naturaleza. Solamente es más consciente de la naturaleza del arte que practica. La renovación o profundización que vitaliza su quehacer suele revelársele a través de otro artista o de obras ya existentes.
El arte proviene del arte y es importante señalar lo que me parece un error curiosamente generalizado: pensar que el arte proviene de la observación de la naturaleza. Ante ella un artista experimenta el mismo asombro y la misma perplejidad que cualquier persona; la naturaleza es excesiva y dice demasiadas cosas a la vez, o quizá no dice nada, simplemente es. Un artista se refiere siempre, consciente o inconscientemente a lo hecho por otros antes que él, en ocasiones a su propio trabajo, pero no a la naturaleza. “Giotto se hizo copiando Cimabues –señala el uruguayo Torres-García –, no copiando borregos”.
Nadie puede pretender la originalidad absoluta y más bien es frecuente y natural el reconocimiento explícito de las obras o los autores que han sido influencias determinantes para el propio desarrollo. Estas influencias pueden ser tanto de contemporáneos y practicantes del mismo oficio como de artistas de otro tiempo, otra cultura y muy frecuentemente de otro oficio. Es posible y provechoso no sólo gozar sino analizar los elementos con los que otros construyen su obra, y válido desde luego tomarlos como fértiles puntos de partida para el trabajo propio. Observar las sombras y el color de la música, sentir su forma fluida e intangible; estudiar el ritmo, la articulación y la textura de la danza, la profundidad de la pintura, el movimiento de la escultura, la ligereza del dibujo, el peso de la palabra. Lenguajes diferentes, materiales diferentes, oficios diferentes. Todos apuntando a lo mismo.