Pruebas y errores:
el proceso creativo de un ceramista

Rafael Vargas

Un poeta amigo, Ricardo Yáñez, conductor de talleres de poesía que imparte en los más diversos lugares de nuestro país, suele decir a sus alumnos “ si quieres bailar, canta; si quieres actuar, pinta; si quieres escribir, haz música.” Quienes aceptan los métodos de Yáñez ven como se multiplica y amplía su interés inicial y cómo el aprendizaje de distintas disciplinas conduce a que una potencie a la otra.

Gustavo Pérez es un artista de ese tipo. Lector voraz, amante de la música, con estudios de matemáticas y filosofía y fluidez en varios idiomas, es un ceramista que, de manera privada, hace música y dibuja. Todos esos conocimientos se reflejan en su obra y la hacen extraordinaria. Sus vasos, vasijas, platos, tablillas y murales en barro son un despliegue de líneas y contornos precisos, inscripciones armoniosas, toques de color muy discretos, formas elegantes por sencillas pero que acusan una exploración prolongada de la elasticidad y resistencia de los materiales que ha elegido para trabajar.

En el caso de la obra de Gustavo, “forma”- uso las palabras de Bernard Berenson en sus reflexiones estéticas sobre las artes visuales- “significa ante todo y sobre todo los valores táctiles”, que añaden a la admiración visual la alegría de percibir pesos, texturas y volúmenes. Es obvio decirlo: la cerámica es un arte que sólo se disfruta a plenitud con la mano. En tal sentido las exposiciones de cerámica y de escultura para grandes públicos, que obligan al uso de vitrinas, cordones y capellos, son contradictorias. Por desgracia, los riesgos son muchos y las opciones para exhibir las piezas de otra manera son mínimas.

En la cerámica, como en la escultura, la mano tiene un papel decisivo: conduce, al mismo tiempo, los sueños de la tierra y la voluntad del artista. Es un médium que hace hablar al barro.

Cada material posee un potencial expresivo y éste no se deja conocer a distancia; hace falta el contacto prolongado y atento para ir conociendo sus posibilidades y sus secretos, para comprender su lenguaje, lo cual es fundamental; la creación no es el resultado de dominar un material, hace falta ir más lejos, comunicarse con él, dejarlo decir lo que sabe decir, perderse como autor que todo lo controla y ser más bien interlocutor en ese diálogo más profundo en el cual el carácter intelectual de la idea original se queda atrás y deja el espacio para la posible aparición de una imagen auténtica, impactante y sorprendente para otros y sólo si también lo es para el autor. Me resulta inconcebible que un artista puede trabajar sólo para expresarse a sí mismo.

Cuando ese diálogo es fructífero, la intención del artista y la energía de la materia se fusionan en el horno que es, literalmente la prueba de fuego a la que se ha de someter cada trabajo y el barro asume una forma; lo que era inerte adquiere de pronto la huella de la vida y realiza una de las aspiraciones de la vida: la belleza.


En alguna página de los cuadernos que forman parte de esta muestra, Gustavo anota que es ceramista por que no tiene nada que decir. Sin embargo, como lo prueba la cita anterior, una auténtica poética de la tierra, que mucho habría complacido a Gaston Bachelard, Gustavo es un poeta. Y quien asoma a sus cuadernos – poblados de dibujos y reflexiones personales, ideas de trabajo, proyectos a desarrollar -, no tarda en entreverlo y percibir una urgencia de decir que, de hecho, transmita físicamente toda su obra reciente, en la que abundan las incisiones, las huellas de los dedos, los esgrafiados hechos con navaja sin filo. Para mi gusto, son piezas que solicitan ser leídas. Son como diría Gaston Bachelard, los poemas de la mano que amasa. Y si el poema es comunión solitaria, a través de sus objetos, hechos para ser tocados, el alfarero estrecha las manos de sus semejantes.

Ahora bien: Gustavo Pérez no es un alfarero en el sentido habitual del término. Los objetos que fabrica no son simplemente vasijas o platos cuyo disfrute se agota en su función como utensilios de uso cotidiano, como sucede hoy en día con la mayor parte de los productos de la alfarería, generalmente fabricados en serie. Los suyos reclaman la contemplación. Un florero hecho por Gustavo siempre competirá en belleza con la flor que contenga. Su trabajo desborda el ámbito de la artesanía y se mete de lleno en el del arte.

Esta exposición nos permite ir del apunte a la prueba de la obra acabada. Es una visita, a la distancia, al taller del artista. Pero mejor que ver sus mesas de trabajo, su torno, las figuras en espera de ser horneadas o el horno mismo, atisbamos algo mucho más intimo e interesante: su imaginación.

Gustavo llama a esta conjunción de cuadernos y piezas “Pruebas y errores”, como lo haría un alquimista que hablara de sus investigaciones y sólo pudiese mostrar sus fallidos ensayos. Tal vez prefiere esa denominación porque la cerámica, en efecto, también es una alquimia (¿acaso no transforma el barro en un tesoro?) , pero en esta muestra de la obra de Gustavo reconozco el carácter de prueba, no el de error. En cada uno de estos dibujos y piezas veo más bien condensaciones del entusiasmo, una especie de lascas de la imaginación.

Pero la imaginación no yerra, no se aparta de un camino trazado. Ella misma es el más ancho camino por el que se puede transitar. Todos estos trazos en la página o grafismos en barro, pequeños juguetes que la mano ha soñado, ilustran la voluntad creadora del artista, son constancia de su contante trabajo.

Más bien, la duda que me asalta ante el trabajo de Gustavo es: aturdidos a toda hora por el ruido y la velocidad, ¿ somos todavía capaces de admirar una pieza de cerámica? Creo que es necesario detenerse en su contemplación para distinguir con plenitud los detalles, el refinado vuelo de la mano, e internarnos en la factura de cada trabajo siguiendo sus diferentes estadios. De otra manera, se corre el riesgo de ver solamente objetos decorativos. La obra de Gustavo Pérez, como la pintura, como los libros, requiere de un tiempo que parecemos haber perdido.