Juan Villoro, Barcelona, noviembre de 2002
Gustavo Pérez trabaja en medio de una vegetación desaforada, que se renueva como la caligrafía de un Dios fecundo y autocrítico. Cada brote es corregido por otro. En esa región cercana a la ciudad de Xalapa rara vez deja de llover. Lo único que compite con la caída del agua es el humo de un horno. Los cazadores y los ciclistas que circulan a deshoras por la carretera reconocen el lugar por el olfato. Bajo la tempestad, el aire huele a tierra quemada, a sequías largas, a los trabajos de un sol invisible.
“Hay ceramistas de agua y ceramistas de fuego”, me dijo Gustavo mientras lo veía trabajar en su estudio. Aunque él se sirve de la tierra húmeda para lograr sus formas esbeltas y marcarlas con alfileres de minuciosa cirugía, ha privilegiado el último momento de la cerámica, la entrada al horno, donde las vasijas adquieren otro tamaño, otra textura, el aspecto que el ceramista sólo puede conjeturar.
Gustavo Pérez estudió filosofía y matemáticas, y es un consumado conocedor de música. Su afición a los lenguajes abstractos y los teoremas elegantes determina su trabajo; el barro que pasa por sus manos no existe como presente, es una materia especulativa, que cambiará al someterse a la lógica del fuego. Mientras la lluvia empapa la noche, el horno cocina formas. En la mañana, amanecen astros de tierra clara.
Ceramista del día siguiente, Gustavo ve cosas por ocurrir. Con frecuencia, su mirada parece estirarse hacia algo fuera del campo visual, en busca de relieves. Una mirada que da la vuelta.
En los cajones del estudio, entre libros, fósiles e insectos muertos, hay numerosos cuadernos de dibujo. No se trata de bosquejos para la cerámica, sino de mapas imaginarios: masas continentales, desiertos agrietados, delicadas planchas telúricas, la geometría con que el tiempo marca sus territorios. Los apuntes no diseñan cerámicas futuras; trazan la mente del ceramista.
Gustavo Pérez asimila la rica tradición de la artesanía popular de México y la prolonga en forma crítica, asumiendo nuevos desafíos. Un lugar común afirma que el arte no tiene otra función que su estética. Esto llevaría a pensar que los delicados prodigios de Gustavo Pérez no sirven de floreros. Sin embargo, él no ha querido alejarse del fin plebeyo y necesario con que la tierra se transforma en plato o jarra. Si a veces nos da cerámicas no reconocibles como enseres, y por lo tanto “inútiles”, la hace para señalar los límites de su aventura y dialogar con otras tendencias del arte. De modo central, su renovación estética depende de respetar la humildad de las cosas. Los círculos azul cobalto, las originales hendiduras, los pliegues sorpresivos no impiden que ese objeto declare su milenario orgullo de ser una vasija. En Gustavo Pérez la noción de uso se conserva, pero renueva su sentido: sus ollas son ideales para batir chocolate metafísico.
“¿Qué es una caricia?” se pregunta Michel Tournier: “Es un roce que toma posesión de la materia profunda”. El tacto despierta la hondura secreta de las cosas. Algo nos dice que las superficies de Gustavo Pérez han existido de otro modo; fueron un sol, un pez, una pirámide. Cerámica: arena que se dobla, y que vuelve a preservar su misterio de lumbre y ceniza.